28 de diciembre de 2011

El hombre que pedía demasiado

Satanás: ¿Qué pides a cambio de tu alma?
Hombre: Exijo riquezas, posesiones, honores, distinciones... Y también
juventud, poder, fuerza, salud... Exijo sabiduría, genio, prudencia... Y también
renombre, fama, gloria y buena suerte... Y amores, placeres, sensaciones... ¿Me
darás todo eso?
Satanás: No te daré nada.
Hombre: Entonces no tendrás mi alma.
Satanás: Tu alma ya es mía. (Desaparece).

La conspiraciòn de las mujeres hermosas

Cuando Jorge Allen, el poeta, se cruzaba con alguna mujer hermosa, caía
en el mas hondo desasosiego.
Esta muchacha no será para mi – pensaba mientras la veía doblar para siempre la
esquina.
Es que cada mujer que pasa frente a uno sin detenerse es una historia de
amor que no se concretara nunca. Y ya se sabe que los hombres de corazón
sueñan con vivir todas las vidas.
En ocasiones especiales, Allen usurpaba el tranco de las mas buenas
mozas para decirles algo.
- Vea: si no me conoce, no podrá usted darse el lujo de olvidarme.
Pero casi siempre ocurría lo mismo. Las pibas de Flores no mostraban el
menor interés en olvidar o recordar al poeta.
Cabe ahora mismo salir al paso de la suspicacia general, aclarando que
Allen era un joven de grata y recia figura. Además era muy versado en amorosas
cuestiones. En verdad, casi no se ocupaba de otra cosa.
Una tarde, envenenado por la fría mirada de una morocha en la calle
Bacacay, el hombre tuvo una inspiración: sospecho que la indiferencia de las
hembras mas notables no era casual. Adivino una intención común en todas ellas.
Y decidió que tenia que existir una conjura , una conspiración. El la llamo La
Conspiración de las Mujeres Hermosas.
Allen nunca fue un sujeto de pensamientos ordenados. Pero su idea
intereso muchisimo a las personas mas reflexivas del barrio de Flores. El primer
fruto que se recuerda de estas inquietudes fue la memorable conferencia en el
cine San Martín pronunciada por el polígrafo Manuel Mandeb.
Su titulo fue “De las mujeres mejor no hay que hablar” vale la pena
transcribir algunos párrafos conservados en la dudosa memoria de supuestos
asistentes.
“…Nadie puede negar el poder diabólico de la belleza. Se trata en realidad de una
fuerza mucho mas irresistible que la del dinero o la prepotencia. Cualquiera puede
despreciar a quien lo sojuzga mediante el soborno o el temor. Por el contrario uno
no tiene mas remedio que amar a quien le impone humillaciones en virtud de su
encanto. Y esta es una trágica paradoja. “
“…Las mujeres hermosas de este barrio conocen perfectamente la calidad de sus
armas y las utilizan con el único fin de provocar el sufrimiento de los hombres
sensibles. Ostentan su belleza y sin embargo no permiten que uno la disfrute.
Cuentan dinero delante de los pobres. Esta perversa conducta no puede ser
inconsciente. Obedece, sin duda a un plan minuciosamente pensado. “
“…Cada vez que me acerco a una señorita para presentarle mi respeto. no recibo
otra cosa que gestos de desagrado, gambetas ampulosas y aun amenazas de
escándalo. Ya no se puede ceder el paso a una dama sin que se sospeche que
esta por permitido perpetrarse una violación.”
Desde la cuarta fila, un grupo de colegialas le retruco al conferenciante,
llamando su atención acerca del comportamiento de los conductores de
camionetas. Opinaban las niñas que estos profesionales, mas que requerirlas de
amores aprecian proponerse insultarlas.
Este que escribe opina que la objeción es interesante. Con toda frecuencia
se ven por las calles individuos que lejos de postularse como admiradores de las
señoritas que se les cruzan, proceden a agraviarlas con frases puercas.
Aquí surge un tema polémico. ¿En qué consiste el piropo? ¿Cuál es su objeto y
esencia?
Algunos sostienen que se trata de un genero artístico: Un hombre ve a una
mujer, se inspira y suelta párrafos. No existe la esperanza de una recompensa,
basta con la satisfacción de haber cumplido con los duendes interiores.
Si este es el criterio correcto, la actitud de los conductores de camionetas
es perfectamente comprensible. Tal vez quepan reparos de índole académica. Se
puede opinar que es artísticamente superior un madrigal que un manotazo, pero
ambas expresiones se encuadran rigurosamente en la definición que se ha
sugerido anteriormente.
Otra corriente – menos desinteresada – piensa que todo piropo manifiesta la
intención de comenzar un romance. Vale decir que se espera de la dama que lo
recibe una respuesta alentadora.
Difícil será – por cierto – que alguien obtenga una sonrisa a cambio de una
grosería. El asunto es apasionante y fue desarrollado por el propio Mandeb,
mucho después, en un libro que se llamo “La objeción de las colegialas”, titulo que
despertó un equivocado entusiasmo entre los conductores de camionetas.
Pero volvamos a la conferencia.
Manuel Mandeb presento durante su exposición a un italiano y a un
brasileño, quienes – dificultosamente – expresaron que, en sus países, los idilios se
concertaban en forma rápida entre personas desconocidas y que muchas veces
bastaba con leves gestos para entenderse bien.
Curiosamente, el propio conferencista desautorizo a sus invitados.
“…Esta muy bien reclamar la tolerancia de las señoritas. Pero todo amorío debe
presentar una cantidad razonable de escollos. Para serles franco, no quisiera
saber nada con una mujer capaz de entreverarse en dos minutos con un tipo como
yo.”
La conferencia termino en un tumulto. Varias conspiradoras asistentes
empezaron a quejarse de recibir propuestas indecorosas de los caballeros
vecinos. Probablemente se trataba de conductores de camionetas.
Los Refutadores de Leyendas hicieron oír su voz algunos días mas tarde.
En una de sus habituales reuniones manifestaron que no creían en la posibilidad
de la conspiración. El argumento de los racionalistas merece consideración: según
ellos las mujeres hermosas se odian entre si y es inconcebible cualquier tipo de
acuerdo. Declararon también que es falso que esta estirpe no haga caso de los
hombres: todos los días uno ve hermosas muchachas acompañadas por algún
señor.
Ya en el colmo de la locura, los Hombres Sensibles contestaron que allí
estaba el punto: el señor que acompaña a las mujeres hermosas es siempre otro y
esto provoca aun mas tristeza que cuando uno las ve solas. No seria extraño que
estas damas y sus acompañanates no fueran sino incubos y súcubos que recorren
el mundo para ser dique a las almas sencillas.
Ives Castagnino, el músico de Palermo, razonaba de este modo: si el
propósito de las mujeres terribles es hacer sufrir a los hombres, tienen dos
maneras de lograrlo:
1) No viviendo un romance con ellos.
2) Viviéndolo.
Según parece, al músico lo aterrorizaba mucho mas la segunda posibilidad.
Como puede suponerse, las mujeres hermosas consultadas negaron siempre la
existencia de la conjura. De cualquier modo, hay que reconocer que la encuesta
no fue demasiado amplia. En primer lugar, las señoritas entrevistadas
desconfiaban de los encuestadores y pensaban – con toda razón – que trataban de
seducirlas. Y por otra parte resulta una verdadera ingenuidad que, quienes son
capaces de una gesta tan oscura, se presten a revelar el secreto precisamente a
sus víctimas.
Como suele ocurrir en estos casos, el tema de discusión se bifurcó
innumerables veces y tomo el rumbo de los tomates.
Hubo quienes pidieron que se aclararan los limites de la hermosura para
saber cabalmente quienes eran las mujeres que alcanzaban esa categoría.
La cuestión es ardua, como todo juicio estético. Se pueden tener en cuenta
- quizá – algunos indicios. Se dice que si una dama es muy linda, las demás la
tendrán por tonta. Pero no puede tomarse este lugar común como precepto, pues
es cosa evidente que existen mujeres que, siendo tontas, son al mismo tiempo
feas. Inclusive hay gente que sostiene haber conocido señoritas hermosas e
inteligentes, lo cual para mi gusto es demasiado.
El asunto se torna todavía mas complejo a causa de la acción de los
Agrandadores de Loros, unos caballeros mas bien babosos que con halagos y
falsedades consiguen que ciertos bagayos se crean la reina del corso.
Así, los hombres de corazón llegan a padecer la violencia de verse
rechazados por damas que jamas pensaron seducir. La tarea de los Agrandadores
ha ido muy lejos y ha llegado incluso a las tapas de las revistas y avisos de
publicidad, donde se proponen a la admiración de la gente de toda clase de
pescados con disfraz de Colombina.
Pero los Hombres Sensibles siempre supieron cuando se hallaban ante la
presencia de una mujer hermosa. Sentían lo que Mandeb describía como una
patada en el corazón. Y no se equivocaban nunca.
A decir verdad, jamas se alcanzaron a reunir pruebas convincentes sobre la
existencia de la conspiración. Pero sus efectos se siguieron padeciendo.
Pese a todo, Allen, Mandeb y todos sus amigos siguieron recorriendo las
esquinas haciendo fuerza para creer que detrás de alguna puerta iba a aparecer la
mujer que les salvaría la vida.
Por suerte para los muchachos, hubo siempre entre las dilas conjuradas
algunas Traidoras Adorables.
Naturalmente toda traición tiene su precio y muchas veces la exigencia era el
amor eterno. Los Hombres de Flores pagaban una y otra vez este arancel.
La denuncia de Jorge Allen ya ha sido olvidada en el barrio del Angel Gris.
Pero aunque nadie converse sobre el asunto, basta con asomarse a la puerta para
comprobar que las cosas siguen como entonces.
Allí están las mujeres hermosas en Flores y en toda la ciudad, gritando con
sus miradas de hielo que no están en nuestro futuro ni en nuestro pasado.
Allí esta la abominable secta de las Chicas con Novio, poniéndonos ante la
espantosa verdad de que siempre hay un hombre mejor que uno.
El camino para derrotar a esta muralla es largo y penoso, pero seguirlo es
deber de los criollos arremetedores.
No hay mas remedio que quererlas a pesar de todo. Y mas todavía, tratar
de que a uno lo quieran. Esta segunda labor es especialmente complicada y
puede llevar la vida eterna. Consiste – por ejemplo – en ser bueno, aprender a
tocar el piano, convertirse en héroe o en santo, estudiar las ciencias, comprarse
una tricota nueva, lavarse los dientes, ser considerado y tierno y renunciar a los
empleos nacionales.
Una vez hecho todo esto, ya puede el hombre enamorado, pararse en la
calle y esperar el paso de la primera mujer hermosa para decirle bien fuerte:
- He sufrido mucho nada mas que para saber su nombre.
Seguramente, la tipa fingirá no haber oído, mirara al horizonte y seguirá su
camino.
Pero será injusto.





Alejandro Dolina.

24 de septiembre de 2011

fragmento

la puta finge, el poeta petrificado, la cola del almacen, tu mirada, mi rostro de vos.
rio de la plata, montevideo, no me acuerdo de vos, buenos aires, me sirve no me sirve.
no me quieras !

recorte de "EL LADO OSCURO DEL CORAZON" de eliseo subiela.

te amo. pero no nececito tenerte.

27 de agosto de 2011

REÍR LLORANDO

REÍR LLORANDO



Viendo a Garrik —actor de la Inglaterra—
el pueblo al aplaudirle le decía:
«Eres el mas gracioso de la tierra
y el más feliz...»
Y el cómico reía.

Víctimas del spleen, los altos lores,
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores
y cambiaban su spleen en carcajadas.

Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
«Sufro —le dijo—, un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.

»Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única ilusión, la de la muerte».

—Viajad y os distraeréis.
— ¡Tanto he viajado!
—Las lecturas buscad.
—¡Tanto he leído!
—Que os ame una mujer.
—¡Si soy amado!
—¡Un título adquirid!
—¡Noble he nacido!

—¿Pobre seréis quizá?
—Tengo riquezas
—¿De lisonjas gustáis?
—¡Tantas escucho!
—¿Que tenéis de familia?
—Mis tristezas
—¿Vais a los cementerios?
—Mucho... mucho...

—¿De vuestra vida actual, tenéis testigos?
—Sí, mas no dejo que me impongan yugos;
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos mis verdugos.

—Me deja —agrega el médico— perplejo
vuestro mal y no debo acobardaros;
Tomad hoy por receta este consejo:
sólo viendo a Garrik, podréis curaros.

—¿A Garrik?
—Sí, a Garrik... La más remisa
y austera sociedad le busca ansiosa;
todo aquél que lo ve, muere de risa:
tiene una gracia artística asombrosa.

—¿Y a mí, me hará reír?
—¡Ah!, sí, os lo juro,
él sí y nadie más que él; mas... ¿qué os inquieta?
—Así —dijo el enfermo— no me curo;
¡Yo soy Garrik!... Cambiadme la receta.

¡Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora,
el alma gime cuando el rostro ríe!

Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma,
un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas.

26 de agosto de 2011

fragmento


402( el libro del desasosiego)

el hombre no debe poder ver su propia cara. eso es lo mas terrible que hay.
la naturaleza le ha concedido el don de no poder verla, así como el de no poder mirar a sus propios ojos.
sólo en el agua de los ríos y de los lagos podia mrar sus rostros. y la postura, incluso, que tenia que adoptar era simbolica. tenia que inclinarse, que rebajarse para cometer la ignominia de verse.

el creador del espejo envenenó al alma humana

25 de julio de 2011

Itaca CONSTANTINO CAVAFIS

siempre me fascino la historia de Odiseo, tal vez, soñar con un lugar donde volver, donde esta el amor, la familia, los aromas, sabores... (aunque Joaquín diga que a los lugares donde has sido feliz no deberías tratar de volver)en fin Ítaca la tierra deseada calculo yo por todos nosotros, en fin encontré este poema donde de una forma magistral describe todo eso... y donde al final nos deja una enseñanza (o al menos a mi) nuestro itaca esta en todas partes, solo tenemos que ver el camino



ITACA



Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
no temas a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni al colérico posidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Posidón encontrarás,
si no lo llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante tí.

Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos antes nunca vistos.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nacar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.


CONSTANTINO CAVAFIS

(1863-1933)

13 de julio de 2011

sobran las Palabras

Aprendí a buscarte nada más, sin saber que estabas,

tan adentro mío y más allá, de todo y de nada.

Aprendí a llorarte sin saber, que en cada mañana,

bajabas el sol para traer, luces de esperanza.



Que extraño fue todo ya lo ves, la vida que pasa,

y en la más austera desnudes, sobran las palabras,

sobran las palabras...



Que argumento gris tiene el perfil, de las horas lacias,

desglosando lágrimas de atril, de estériles páginas.

Anda suelto el aire en el pinar, borrando nostalgias,

que extraño fue todo pa' que llorar, si hoy se que me amas.



Que extraño fue todo ya lo ves, la vida que pasa,

y en la más austera desnudes, sobran las palabras,

sobran las palabras...



Aprendí a buscarte nada más, sin saber que estabas,

tan adentro mío y más allá, de todo y de nada.

Aprendí a llorarte sin saber, que en cada mañana,

bajabas el sol para traer, luces de esperanza.



Que extraño fue todo ya lo ves, la vida que pasa,

y en la mas austera desnudes, sobran las palabras,

sobran las palabras...



Jose Larralde

17 de mayo de 2011

cuento de las cartas de amor eduardo galeano

La puerta
A Carlos, que después de esta historia, ya en plena democracia, volvió a prisión por el delito de ser periodista.

En una barraca, por pura casualidad, Carlos Fasano encontró la puerta de la celda donde había estado preso

Durante la dictadura militar uruguaya, él había pasado seis años conversando con un ratón y con esa puerta de la celda número 282. El ratón se escabullía y volvía cuando quería, pero la puerta estaba siempre. Carlos la conocía mejor que la palma de su mano. No bien la vio, reconoció los tajos que él había cavado con la cuchara, y las manchas, las viejas manchas de la madera, que eran los mapas de los países secretos adonde él había viajado a lo largo de cada día de encierro.

Esa puerta y las puertas de todas las otras celdas fueron a parar a la barraca que las compró, cuando la cárcel se convirtió en shopping center. El centro de reclusión pasó a ser un centro de consumo y ya sus prisiones no encerraban gente, sino trajes de Armani, perfumes de Dior y videos de Panasonic.

Cuando Carlos descubrió su puerta, decidió quedársela. Pero las puertas de las celdas se habían puesto de moda en Punta del Este, y el dueño de la barraca exigió un precio imposible. Carlos regateó y regateó hasta que por fin, con la ayuda de algunos amigos, pudo pagarla. Y con la ayuda de otros amigos, pudo llevarla: más de un musculoso fue necesario para acarrear aquella mole de madera y hierro, invulnerable a los años y a las fugas, hasta la casa de Carlos, en las quebradas de Cuchilla Pereira.

Allí se alza, ahora, la puerta. Está clavada en lo alto de una loma verde, rodeada de verderías, de cara al sol. Cada mañana el sol ilumina la puerta, y en la puerta el cartel que dice: Prohibido cerrar.

Para la cátedra de Literatura
Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, a sus órdenes, para servirlo:

­Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.
­¿Yo?
­Me han dicho que usted puede.
Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:
­Yo puedo escribir. Pero una carta así, no puedo.
­¿Y para quién es la carta?
­Para... ella.
­¿Y usted qué quiere decirle?
­Si lo sé, no le pido.
Enrique se rascó la cabeza.
Esa noche, puso manos a la obra.
Al día siguiente, el albañil leyó la carta:
­Eso ­dijo, y le brillaron los ojos­. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.

El Cristito
Dormía poco o nada la Niña María. La luz primera de cada día recortaba las montañas y ya la Niña María estaba clavada de rodillas, susurrando rezos ante el altar.

En el centro del altar reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito tenía pelo de gente, pelo negro de la gente del lugar. Milagros casi no hacía, poca cosa, algún milagro que otro, muy de vez en cuando, para no perder la mano, pero los lugareños frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía, y él aliviaba a los lastimados, consolaba a los solos y escuchaba a los pesados. A él acudían los latosos más aburridores del valle de Conlara y de sus inmediaciones, y el Cristito les aguantaba el quejerío con cristiana paciencia.

La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero ella bañaba al Cristito con agua de manantial, lo cubría con las flores del valle y le encendía las velas que lo rodeaban. Ella nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos sordomudos. Después, había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa, y por las noches le velaba el sueño.

A cambio de tanto, ella nunca había pedido nada.

A los ciento tres años de su edad, pidió.

­Quiere vivir ­opinaron algunos.
­Quiere morir ­aseguraron otros.
La Niña María nunca dijo el favor, pero contó la promesa:
­Si el Cristito me cumple ­dijo­, lo tiño de rubio.

Las cartas
Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid. Miró la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía desde lejos. Olía a rosas el papel rosado de aquella primera misiva, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.

El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y creame si acuso a mi enemiga timidez, y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano.

Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, las cartas, el nombre, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. Pero con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Ellos proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa mujer que era hija de todos ellos, pero no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía.

Entonces llegó el mensaje que anunciaba el viaje de Juan Ramón. El poeta se embarcaba hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. Los amigos se reunieron de urgencia. ¿Qué podían hacer? ¿Confesar la verdad? ¿Pedir disculpas? ¿De qué serviría tamaña crueldad? Mucho debatieron el asunto. En la madrugada, al cabo de algunas botellas y de muchos cigarros, tomaron una decisión. Era una decisión desesperada, pero no había otra. Y sellaron el acuerdo: en silencio, encendieron una vela y soplaron todos a la vez.

Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama de Lima:­Georgina Hübner ha muerto.

6 de mayo de 2011

Las cosas que no puedo responder

temazo de Marwan cantado por Maibera

COSAS QUE NO PUDE RESPONDER

¿Por qué aún sientes dentro de tu pecho solo sus latidos de mi cuerpo? ¿Por qué no dejo de sentir que todavía formas parte de mi piel? ¿Por qué decides que te quieres volver loca cuando yo me he vuelto cuerdo? ¿Por qué ayer se acabo y porque mañana lo podemos resolver? ¿Porque las cosas que arreglamos acostados la rompemos con palabras, porque siempre que digo adiós el corazón me dice inténtalo otra vez?

¿Por qué parece que solo nos entendemos con las luces apagadas? Mi piel no sabe calcular bien la distancia que debemos mantener.

El corazón es un alumno limitado, que nunca aprende
El corazón, siempre la misma asignatura para septiembre (x2)

¿Por qué esta claro el amor, siempre resiste mucho más de lo que dura? ¿Por qué hay cuestiones en mi piel que solo puede respondérmelas tu piel? ¿Por qué la ruta que escogimos no perdona y siempre hay una nueva curva?

¿Por qué hacemos cosas que juramos que no llegaríamos a hacer? ¿Por qué si sientes lo de antes tus ojos me dicen ya no me haces falta? ¿Por qué si siento lo de siempre no me atrevo a decirte quédate? ¿Por qué será que la felicidad ya nunca nos devuelve la llamada? Creo que llamaré a esta canción las cosas que no pude responder.

El corazón es un alumno limitado, que nunca aprende
El corazón, siempre la misma asignatura para septiembre (x2)

El corazón, el corazón, el corazón, el corazón…

12 de abril de 2011

La leyenda

Despues de mucho tiempo vuelvo a poner algo en este espacio perdido en el ciberespacio, este cuento es del maestro Borges y siempre me deja pensando en todo lo que hago o me hacen sin querer o queriendo, en fin



Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
-¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
-Ahora sé que en verdad me has perdonado -dijo Caín-, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
-Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

8 de febrero de 2011

"Puto el que lee esto"

"Puto el que lee esto". Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés. No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros.
Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto". Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones. "Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas.
Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos. Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos.

Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.

Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano. Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse.

Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.

No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas. De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.

"Puto el que lee esto". John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo.

Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés. Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo.

Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola". Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto". Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos. No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.