Martin se acomodó en la silla. Apoyo los dos cafés sobre la mesa.
Sacó de su mochila de cuera una notebook pequeña y la encendió. María miraba
todo el ritual con curiosidad mientras revolvía el café cortado que humeaba
frente de ella.
De pronto, como si hubiera visto una revelación milenaria, Martin
sonrió y le dijo:
“acá esta… este lo escribí ayer, casi como una profecía, te
lo voy a leer.”
María apoyo sus
brazos en la mesa y acomodo su cara entre las manos, lo miro fijamente a los
ojos y le dijo:
“dale, te escucho…”
Él se acomodó, chequeo que sea el poema y comenzó a recitar:
Rozaban la calle
De naranjos ciegas,
Y en cada palabra,
El impulso vivo,
vital, certero…
Un blanco el corazón
Las manos tiesas,
Los ojos agazapados
buscando un lugar en el respiro…
Ella, dueña de su
camisa floreada,
Se dejaba mirar de una
vez y otra y otra…
Él, sabía hacer
tiempo,
Él, era un mundo de
soledades
Que se estalló en la
ausencia de la costilla
La miro, lo miro, se
miraron…
Tocaron la vida,
Gozaron sus entrañas,
Encontraron sus
periferias,
Movieron el universo en
apenas segundos…
Eran lo que habían soñado.
Fundieron el cosmos y
se disparó
(Es un estallido de
toda manera)
El aliento que todo lo
puede…
Lo habían logrado
(Aquí hiso una pausa…)
Hoy es para siempre
Siempre no termina
El primero
Ese.
Ella lo miro sorprendida, había algo en esa poesía que la había
conmovido. Y se reconocía sensible a esas emociones. No sabía que decirle y
luego de un largo silencio, mirándolo, pudo hablarle:
“es hermosa, hermosa, ¿Cuándo la escribiste? Es muy hermosa”
“ayer”, le dijo mientras sonreía. “ayer a la mañana,
mientras soñaba con un encuentro emocional… algo así… por eso te dije que me sentía
profeta.”